Fe, Esperanza y Caridad |
¿Qué son estas virtudes? Como os lo he dicho, son potencias para obrar sobrenaturalmente, fuerzas que nos hacen capaces de vivir como hijos de Dios y llegar a la eterna bienaventuranza.
El Concilio de Trento, cuando habla del aumento de la vida divina en nosotros, distingue, ante todas las cosas la fe, la esperanza y la caridad. Se llaman teologales porque tienen a Dios por objeto inmediato [Santo Tomás (I-II, q.112, a.1) indica otras dos razones de este término «virtudes teologales»; estas virtudes son otorgadas únicamente por Dios, y, de otra parte, sólo la Revelación divina nos las hace conocer]; por ellas podemos conocer a Dios, esperar en El, amarle de una manera sobrenatural, digna de nuestra vocación a la gloria futura y de nuestra condición de hijos de Dios. Estas son propiamente las virtudes del orden sobrenatural; de ahí su primacía y eminencia. Ved qué bien responden estas virtudes a nuestra divina vocación. ¿Qué se necesita, en efecto, para poseer a Dios?
Es menester, en primer lugar, conocerle; en el cielo ·de veremos cara a cara, y por eso seremos semejantes a El» (Jn 3,2), pero en la tierra no le vemos; únicamente por la fe en El y en su Hijo, creemos en su palabra y le conocemos con un conocimiento oscuro. Pero lo que nos dice de sí mismo, de su naturaleza, de su vida y de sus planes de Redención por su Hijo, eso lo conocemos con certeza, el Verbo, que está siempre en el seno del Padre, nos dice lo que ve, y nosotros le conocemos porque creemos lo que dice: «Nadie jamás ha visto a Dios; el Hijo Unigénito, que permanece en el seno del Padre, es quien nos le dará a conocer» (Jn 1,18). Este conocimiento de fe es, pues, divino, y por eso dijo Nuestro Señor que es «un conocimiento que procura la vida eterna». «En esto consiste la vida eterna, en conocerte a Ti, oh Dios verdadero, y a Jesucristo a quien nos enviaste» (ib. 17,3).
Por la luz de la fe, sabemos dónde está nuestra bienaventuranza; sabemos lo que «el ojo no ha visto, ni el oído oyó, ni el corazón sospechó, es decir, la hermosura y grandeza de la gloria que Dios reserva a los que le aman» (1Cor 2,9). Mas esta inefable bienaventuranza está por encima de la capacidad de nuestra naturaleza; ¿podremos, pues, llegar a ella? Sí, indudablemente; es más: Dios hace nacer en nuestra alma el sentimiento o la convicción interna de que estamos seguros de alcanzar este objetivo supremo, mediante su gracia, fruto de los méritos de Jesús y a pesar de los obstáculos que se opongan a ello. Podemos decir, con San Pedro: «Bendito sea Dios, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que, según su gran misericordia, nos ha regenerado en el Bautismo, y nos dio esta viva esperanza de una herencia incorruptible que nos es reservada en los cielos» (1Pe 1,3; +2Cor 1,3).
Finalmente, la caridad, el amor, acaba esta obra de acercamiento a Dios mientras permanecemos en el mundo, en espera de poseerle en el otro; la caridad completa y perfecciona la fe y la esperanza, hace que experimentemos en Dios una real complacencia, que le antepongamos a todas las cosas, y deseemos manifestarle esa complacencia y preferencia por el cumplimiento de su voluntad. «La compañera de la fe, dice San Agustín, es la esperanza, es necesaria, porque no vemos lo que creemos y con ella no se nos hace insoportable la espera; luego viene la caridad, que aviva en nuestro corazón la sed y hambre de Dios e imprime en nuestra alma un deseo o impulso hacia El» (Sermo LIII). El Espíritu Santo ha infundido en nuestros corazones la caridad que nos mueve a clamar a Dios: ¡Padre, Padre! Es una facultad sobrenatural que hace que nos adhiramos a Dios, como a la bondad infinita que amamos más que a toda otra cosa. «¿Quién nos separará de la caridad de Cristo?» (Rom 8,35).
Tales son las virtudes teologales: admirables principios, potencias maravillosas para vivir de la vida divina, mientras moramos en la tierra. Lo mejor que podemos hacer para que sea una realidad nuestra cualidad de hijos de Dios y para caminar hacia la posesión de esta presencia eterna de la cual estamos llamados a participar con Cristo, nuestro hermano primogénito, es conocer a Dios tal como se ha revelado por Nuestro Señor Jesucristo, esperar en El y en la bienaventuranza que nos promete, por los méritos de su Hijo Jesús, y amarle sobre todas las cosas.
Dios nos ha dotado liberalmente con estas potencias pero no olvidemos que si bien nos son dadas sin nuestro concurso, no perseveran, no las conservamos ni las desarrollamos si no enderezamos a ello nuestros esfuerzos.
Es propio de la naturaleza y perfección de una potencia realizar el acto que le es correlativo (Santo Tomás, II-III, q.56, a.2; +I-II, q.55, a.2); una potencia que permaneciera inerte, por ejemplo, una inteligencia que jamás produjera un pensamiento, nunca alcanzaría el fin y, por consiguiente, la perfección que le es debida. Las facultades nos son dadas precisamente para que las ejercitemos.
Las virtudes teologales, aunque infusas, están sujetas a esa ley de perfeccionamiento, y si quedan inactivas padecerá un grave detrimento nuestra vida sobrenatural. De todos modos no son hijas del ejercicio, pues en este caso no serían infusas; y por esta misma razón sólo Dios puede acrecentarlas en nosotros. Por eso el Santo Concilio de Trento nos dice que solicitemos de Dios el aumento de estas virtudes (Sess. X, cap.18). Y en el Evangelio veis que los Apóstoles piden a Nuestro Señor les aumente la fe (Lc 17,5); San Pablo escribe a los fieles de Roma que está pidiendo a Dios haga abundar en ellos la esperanza (Rom 15,13); suplica igualmente al Señor que avive la caridad en el corazón de sus caros Filipenses (Fil 1,9).
A la oración, a la recepción de los sacramentos, conviene añadir la práctica de las mismas virtudes.- Si Dios es la causa eficiente del aumento de estas virtudes en nosotros, nuestros actos, hechos en estado de gracia, son la causa meritoria. Por los actos merecemos que Dios aumente en nuestras almas estas virtudes tan vitales; además, el ejercicio facilita en nosotros la repetición de estos actos. Este es un punto muy importante, puesto que esas virtudes son características y específicas de nuestra condición de hijos de Dios.
Pidamos, pues, con frecuencia a nuestro Padre celestial que las aumente en nosotros; digámosle, especialmente cuando nos acercamos a los sacramentos, en la oración, en la tentación: «Señor, creo en Ti, mas aumenta mi fe; eres mi única esperanza, mas afirma mi confianza, te amo sobre todas las cosas, pero acrecienta este amor, a fin de que nada busque fuera de tu santa voluntad...»
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