El negocio de la eterna salvación es, sin duda, para nosotros el más importante, y, con todo, es el que más a menudo olvidan los cristianos. No hay diligencia que no se practique ni tiempo que no se aproveche para obtener algún cargo, o ganar un pleito, o concertar un matrimonio… ¡Cuántos consejos, cuántas precauciones se toman! ¡No se come, no se duerme!… Y para alcanzar la salvación eterna, ¿qué se hace y cómo se vive?… Nada suele hacerse; antes bien, todo lo que se hace es para perderla, y la mayoría de los cristianos viven como si la muerte, el juicio, el infierno, la gloria y la eternidad no fuesen verdades de fe, sino fabulosas invenciones poéticas. ¡Cuánta aflicción si se pierde un pleito o se estropea la cosecha, y cuánto cuidado para reparar el daño!… Si se extravía un caballo o un perro doméstico, ¡qué de afanes para encontrarlos! Pero muchos pierden la gracia de Dios, y, sin embargo, ¡duermen, se ríen y huelgan!… ¡Rara cosa, por cierto! No hay quien no se avergüence de que le llamen negligente en los asuntos del mundo, y a nadie, por lo común, causa rubor el olvidar el gran negocio de la salvación, que más que todo importa. Llaman ellos mismos sabios a los santos porque atendieron exclusivamente a salvarse, y ellos atienden a todas las cosas de la tierra, y nada a sus almas. «Mas vosotros –dice San Pablo– , vosotros, hermanos míos, pensad sólo en el magno asunto de vuestra salvación, que de todos es el más importante» (I Tes. 4, 10-11). Persuadámonos, pues, de que la salud y felicidad eterna es para nosotros el negocio más importante, el negocio único, el negocio irreparable si nos engañamos en él.
1º La salvación, el negocio más importante. Es, sin disputa, el negocio más importante, porque es el de mayor consecuencia, puesto que se trata del alma, y perdiéndose el alma, todo se pierde. «Debemos estimar el alma –dice San Juan Crisóstomo– como el más precioso de todos los bienes». Y para conocerlo, bástenos saber que Dios entregó a su propio Hijo a la muerte para salvar nuestras almas (Jn. 3, 16). Y el Verbo eterno no vaciló en comprarlas con su propia Sangre (I Cor. 6, 20). De tal suerte, dice San Agustín, que no parece sino que el hombre vale tanto como Dios. Por eso dijo Nuestro Señor Jesucristo: «¿Qué podrá dar el h o m b r e e n c a m b i o d e s u alma?» (Mt. 16 26). Si el alma vale tan alto precio, y el hombre llega a perderla, ¿con qué bien del mundo podrá compensar tan grande pérdida?
2º La salvación, nuestro único negocio. La eterna salvación no sólo es el más importante, sino el único negocio que tenemos en esta vida (Lc. 10, 42). San Bernardo lamenta la ceguedad de los cristianos que, calificando de juegos pueriles a ciertos pasatiempos de la niñez, llaman negocios a los asuntos mundanos. Mayores locuras son las necias puerilidades de los hombres. «¿De qué le sirve al hombre –dice el Señor– ganar todo el mundo, si pierde su alma?» (Mt. 16, 26). Si tú te salvas, hermano mío, nada importa que en el mundo hayas sido pobre, afligido y despreciado.
Salvándote se acabarán los males y serás dichoso por toda la eternidad. Mas si te engañas y te condenas, ¿de qué te servirá en el infierno haber disfrutado de cuantos placeres hay en la tierra, y haber sido rico y respetado? Perdida el alma, todo se pierde: honores, diversiones y riquezas. ¿Qué responderás a Jesucristo en el día del juicio? Si un rey enviase a una gran ciudad un embajador para tratar de algún gran negocio, y ese enviado, en vez de dedicarse allí al asunto de que ha sido encargado, sólo pensara en banquetes, comedias y espectáculos, y por ello la negociación fracasara, ¿qué cuenta podría dar luego al rey? Pues, ¡oh Dios mío!, ¿qué cuenta habrá de dar al Señor en
el día del juicio quien, puesto en este mundo, no para divertirse, ni enriquecerse, ni alcanzar honras, sino para salvar el alma, a todo, menos a su alma, hubiere atendido?
3º La salvación, negocio irreparable. Negocio importante, negocio único, negocio irreparable. «No hay error que pueda compararse – dice San Eusebio– al error de descuidar la eterna salvación». Todos los demás errores pueden tener remedio. Si se pierde la hacienda, posible es recobrarla por nuevos trabajos. Si se pierde un cargo, puede ser recuperado otra vez. Aun perdiendo la vida, si uno se salva, todo se remedió. Mas para quien se condena no hay posibilidad de remedio. Una vez sólo se muere; una vez perdida el alma, perdióse para siempre. No queda más que el eterno llanto con los demás míseros insensatos del infierno, cuya pena y tormento mayor será el considerar que para ellos no hay tiempo ya de remediar su desdicha (Jer. 8, 20). Preguntad a aquellos prudentes siervos del mundo, sumergidos ahora en el fuego infernal, preguntadles lo que sienten y piensan, si se regocijan de haber labrado su fortuna en la tierra, aun cuando se hallen condenados en la eterna prisión. Oíd cómo gimen, di c i e n d o : « E r r a m o s , pues…» (Sab. 5, 6). Mas ¿de qué les sirve conocer su error cuando ya la condenación para siempre es irremediable? ¿Qué pesar no sentiría en este mundo el que, habiendo podido prevenir y evitar con poco trabajo la ruina de su casa, la viera un día derribada, y considerase su propio descuido cuando no tuviera ya remedio posible? Tal es la mayor aflicción de los condenados: pensar que han perdido su alma y se han condenado por culpa suya (Os. 13, 9).
Si dices que ahora no confías en resistir a las tentaciones y a la pasión dominante, ¿cómo les resistirás luego, cuando en vez de aumentarse, te falte la fuerza por el hábito de pecar? Pues, por una parte, el alma estará más ciega y más endurecida en su maldad, y por otra, carecerá del auxilio divino… ¿Acaso esperas que Dios haya de acrecentarte sus luces y gracias después que tú hayas aumentado sin límite tus faltas y pecados?
Muy bueno y corto tratado sobre la salvación del alma, gracias por compartirlo.
ResponderEliminarImperdibles estas hojitas de Fe que semanalmente publican los padres de la Reja, felicitaciones por publicarlas.
ResponderEliminarhttp://legioncatolica.blogspot.com/2023/09/atanasius-schneider-el-falsa-bandera.html
ResponderEliminarTe conjuro delante de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y a muertos, por su aparición y por su reino: Predicad la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, vitupera, exhorta con toda longanimidad y doctrina, pues vendrá tiempo en que no sufrirán la sana doctrina; antes, por el prurito de oír, se amontonarán maestros conforme a sus pasiones y apartarán los oídos de la verdad para volverlos a las fábulas. Pero tú sé circunspecto en todo, soporta los trabajos, haz obra de evangelista, cumple tu ministerio". ( 2 Timoteo 4; 1 - 5 )
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