El fin del mundo no llegará sin que antes se revele un hombre espantosamente malvado e impío, que San Pablo califica llamándolo el hombre del pecado, el hijo de la perdición. Y éste, a su vez, no se manifestará sino después de una apostasía general, y después de la desaparición de un obstáculo providencial sobre el que el Apóstol había instruido de viva voz a sus fieles.
¿De qué apostasía quiere hablar San Pablo? No se trata de una defección parcial; porque dice, de manera absoluta, la apostasía. No se lo puede entender, por desgracia, sino de la apostasía en masa de las sociedades cristianas, que social y civilmente renegarán de su bautismo; de la defección de estas naciones que Jesucristo, según la enérgica expresión de San Pablo, había hecho concorporales a su Iglesia (Ef. 3 6). Sólo esta apostasía hará posible la manifestación, y la dominación, del enemigo personal de Jesucristo, en una palabra, del Anticristo.
Nuestro Señor dijo: “Cuando viniere el Hijo del hombre, ¿os parece que hallará fe sobre la tierra?” (Lc. 18 8). El divino Maestro veía declinar la fe en el mundo llegado a su vejez. No es que los vientos del siglo puedan hacer vacilar esta llama inextinguible, sino que las sociedades, ebrias por el bienestar material, la rechazarán como importuna.
Al renegar de Jesucristo, es preciso que caiga, mal que le pese, en las garras de Satán, a quien tan justamente se llama príncipe de las tinieblas. No puede permanecer neutro; no puede crearse una independencia. Su apostasía lo pone directamente bajo el poder del diablo y de sus satélites.
Esta apostasía comenzó con Lutero y con Calvino. Es el punto de partida. Desde entonces ha recorrido un camino espantoso. Hoy esta apostasía tiende a consumarse. Toma el nombre de Revolución, que es la insurrección del hombre contra Dios y su Cristo. Tiene por fórmula el laicismo, que es la eliminación de Dios y de su Cristo.