Por : P. Santiago González
Uno de los signos que mejor evidencia la desacralización actual es el tratamiento dado, en una gran mayoría de casos, a la muerte de los seres queridos que vienen a ser víctimas de la falta de fe e ignorancia formativa traducidas en la praxis habitual ya impuesta en las últimas décadas. A través del modelo de “contrastes llamativos” en este artículo quiero llamar la atención al respecto para suscitar en nuestras conciencias un sincero deseo de enmienda por amor al prójimo y bien de las almas. En primer lugar: la preparación para la muerte. Sabemos que va a morir pronto un ser querido y parece que lo único importante es aliviar su dolor físico. Siendo importante ese factor, ¿nos ocupamos del estado de su alma?; en no pocos hogares se resiste la familia a llamar al sacerdote; dicen que “la familia se asusta y que el enfermo se impresiona” …; entonces dejamos al ser querido en su tránsito a la muerte sin el consuelo espiritual de la visita del sacerdote, sin la oportunidad de recibir la unción sacramental o, más esencial aún, la confesión si aún tuviera conciencia. No se considera el inmenso bien que supone al moribundo recibir la comunión en estado de gracia en esos momentos decisivos de su vida.
Después: cuando llega próximo el momento da la impresión que lo prioritario es la familia del moribundo y no el mismo moribundo. El que va a fallecer puede tener más conciencia de lo que externamente parezca, y por eso hace tanto bien que la familia se reúna en torno al que va a morir para rezar juntos el santo rosario, o leer con pausa salmos de la Biblia, o cualquier otra devoción rezada con cariño.
Y llega el momento de la muerte. No sabemos cuántos minutos pasan de la muerte clínica a la muerte real, pero probablemente el fallecido aún mantenga cierta conciencia en el alma, y en esos momentos es una obra de caridad grande rezar cerca del que acaba de morir y hacerlo con pausa antes de comenzar los trámites correspondientes (médico forense, funeraria…etc.).
Nuestro ser querido ha fallecido. Pues hasta el momento del entierro es tiempo de velatorio: y esto se ha perdido casi por completo. Si: velar el cadáver; hacer turnos de oración alrededor del difunto, y procurar que su cuerpo no quede solo ni un minuto antes del entierro. Da pena, mucha tristeza…, ver esas salas de tanatorios convertidas en lugares de tertulia vana, acompañadas de viandas y refrescos, mientras nadie reza cerca del ataúd. Habría que animar a las familias que tengan casa en condiciones para que el velatorio fuera en el hogar y no en tanatorio; pero si no hay más remedio que sea en tanatorio que ello no impida mantener un clima de oración que, ante todo, es signo de amor auténtico al fallecido.
Después lo que ya se ha “impuesto” como generalizado: la incineración (costumbre de origen precristiano al no creer en la resurrección de la carne). Hay que defender, sin complejo alguno, la inhumación: que el cuerpo vuelva a la tierra y se descomponga de forma natural. Estando permitida por la Iglesia la incineración, no obstante, hay que aludir a la cantidad enorme de profanaciones que esta práctica da lugar desde la increyente imaginación y fantasía del pueblo deformado. Vemos con horror que se lanzan las cenizas a ríos, lagos, mares, campos…etc. o se guardan en lugares no sagrados. Estando permitida la incineración debemos proclamar alto y claro que lo más digno para un cristiano es la inhumación.
Sigue ahora la Santa Misa de cuerpo presente, o funeral. Y se olvida en muchos casos que lo más preciso es orar por el eterno descanso del difunto. Muchos cristianos afirman ya, sin duda alguna, que el difunto está en el cielo y, como consecuencia, ¿para qué rezar por su eterno descanso?; habrá muchas almas en el purgatorio sin que nadie rece por ellas, sin que reciban ese alivio en su purificación, por el simple motivo deformado de haber perdido por completo el sentido de pecado. Por revelaciones particulares aprobadas por la Iglesia sabemos que hasta santos canonizados pasaron algo de tiempo en el purgatorio, y que si para llegar al cielo hay que estar totalmente purificados es prudente afirmar que la gran mayoría de almas que se salvan (al morir en gracia de Dios) han de tener su paso por el purgatorio. Y desde una perspectiva modernista y antropocéntrica se han convertido los funerales en meros elogios fúnebres que en nada hacen bien a los difuntos.
Urge también recordar a los fieles el valor de las indulgencias como práctica excelente de amor al prójimo. Desde la vida sacramental (confesión y comunión frecuente) es posible lucrar cada día una indulgencia y aplicarla con generosidad a las almas del purgatorio, y no hay obra mayor de caridad que ésta como bien enseñaba san Alfonso María de Ligorio. Y seguir invitando a los fieles a asumir que la aplicación de indulgencias es la forma más sobrenatural de seguir amando al prójimo tras la muerte física.
En definitiva: hay que recuperar el sentido cristiano de la muerte. Hay que mover las almas a la fe verdadera y a la caridad fraterna que nos haga pensar más en el prójimo que en nosotros mismos. Es necesaria, y urgente, una reforma de las costumbres vigentes imbuidas de tanta mundanidad y despojadas de sentido sagrado. Recuperemos pues el sentido cristiano de la muerte, para Gloria de Dios y bien de las almas.
Visto en: Adelante la Fe