ÚLTIMAMENTE se habla cada vez más, en nombre de una mal entendida misericordia, de que la virtud es pecado y que el pecado pasa a ser una virtud; se acusa a los católicos fieles y a la Iglesia de intolerante y exceso de rigidez, dureza de corazón y falta de misericordia. ¡Como si la Iglesia no destacara entre las obras de misericordia “corregir al que yerra” y “enseñar la verdad al que no sabe”!
Esa crítica revive el error de la “moral de situación” o “nueva moral” evolucionista, reiteradamente condenada por el Magisterio pontificio. Por ejemplo, dirigiéndose a los participantes de la “Jornada de la familia” realizada en marzo de 1952, decía el Papa Pío XII:
[...] La «nueva moral» afirma que la Iglesia, en lugar de fomentar la ley de la libertad humana y del amor e insistir en cierta dinámica digna de la vida moral, hace hincapié, casi exclusivamente y con excesiva rigidez, sobre la firmeza e intransigencia respecto de las leyes morales cristianas, recurriendo frecuentemente al “están obligados” o al “no es lícito”, que tienen un excesivo sabor de humillante autoritarismo.
Pero al contrario, la Iglesia quiere —y lo destaca expresamente cuando se trata de formar las conciencias— que el cristiano sea introducido en las infinitas riquezas de la fe y de la gracia, de modo persuasivo, para que así se sienta inclinado a profundizar en ellas.
La Iglesia, sin embargo, no puede abstenerse de advertir a los fieles que estas riquezas no pueden ser adquiridas ni conservadas si no es al precio de precisas obligaciones morales. Una conducta diversa acabaría por hacer olvidar un principio fundamental, sobre el que ha insistido siempre Jesús, su Señor y Maestro. Él ha enseñado, precisamente, que para entrar al reino de los cielos no basta con decir: “Señor, Señor”, sino que debe hacerse la voluntad del Padre Celestial. Ha hablado de la “puerta estrecha” y del “camino angosto” que conducen a la Vida y ha añadido: “Esforzaos por entrar por la puerta estrecha, porque muchos, os digo, pretenderán entrar y no lo lograrán”. Ha puesto, como piedra de toque y señal distintiva del amor a Él mismo, Cristo, la observancia de los Mandamientos. Igualmente al joven rico, que le interroga, Él le dice: "Si deseas entrar en la vida observa los mandamientos” y a la nueva pregunta: “¿Cuáles?”, responde: “¡No matar, no cometer adulterio, no robar, ni dar falso testimonio, honrar al padre y a la madre y amar al prójimo como a uno mismo!”. Él ha puesto como condición a quien quiera imitarlo, el renunciar a sí mismo y tomar cada día su cruz. Exige que el hombre esté listo para dejar por Él y por su causa cuanto tiene de más querido, como el padre, la madre, los propios hijos y, al fin, el último bien, su propia vida. Porque Él mismo afirma: “A vosotros os digo, amigos míos: no temáis a los que matan el cuerpo, porque no pueden hacer nada más. Temed más bien a Aquel que puede arrojar el alma y el cuerpo al infierno”.
Así hablaba Jesucristo, el divino Pedagogo, que sin duda sabe mejor que los hombres penetrar en las almas y atraerlas a su amor con las infinitas perfecciones de su Corazón, “bonitate et amore plenum” [“pleno de bondad y amor”].
Y el Apóstol de las Gentes, San Pablo, ¿ha predicado acaso de otra manera? Con su vehemente acento de persuasión, revelando el arcano encanto del mundo sobrenatural, ha desplegado la grandeza y el esplendor de la fe cristiana, la riqueza, la potencia, la bendición y la felicidad encerradas en ella, ofreciéndola a las almas como digno objeto de la libertad del cristiano y meta irresistible de impulsos puros de amor. Pero no es menos cierto que también son suyas advertencias como estas: “Trabajad por vuestra salvación con temor y temblor”, y que de su misma pluma han brotado altos preceptos morales, destinados a todos los fieles, ya sean de inteligencia común o almas de elevada sensibilidad.
Teniendo, por tanto, como norma estricta las palabras de Cristo y del Apóstol, ¿no se debería decir más bien que la Iglesia de hoy está más inclinada a la condescendencia que a la severidad? De ahí que la acusación de dureza opresiva que hace la “nueva moral” contra la Iglesia, en realidad golpea en primer lugar a la misma adorable Persona de Cristo [...].